9/11/12


No paguen a nadie mal por mal; vence con el bien el mal (Romanos 12:17-21).


Los males más grandes de la vida —que no son sino privaciones, carencias del bien debido— pueden ser (pueden haber sido o pueden ser en el futuro) ocasión de humildad, de comprensión ante el dolor y el fracaso ajeno, o la oportunidad para forjar un corazón compasivo.
 

El mismo Jesús se sometió al mal del dolor físico y del desprecio humano, a la traición y al abandono de los suyos y al desamparo para poder compadecerse de nosotros, como dice la carta a los Hebreos (Hb 4,15).
 

O sea, para obtener el bien de un Corazón capaz de entender nuestra humillación, nuestro dolor, nuestro fracaso, etc. Curar la memoria sin cancelarla es mirar sin miedo (¡no sin sufrimiento!) aquello que nos dolió (y tal vez sigue doliendo), que nos humilló (y tal vez sigue humillando) y verlo a la luz del bien que vino después (o que puede estar aún por venir; o que está llegando al tratar de mirarlo de este nuevo modo). A quien tiene fe, esto le ha de resultar más fácil. Quien no tiene fe encontrará más dificultades, aunque puede lograrlo al menos parcialmente.

  

Véase un buen ejemplo de esta lectura sobrenatural en el Salmo 73 de la Biblia. Este Salmo relata el cambio de mirada del Salmista quien, en cierto modo, está resentido con Dios, cuya justicia no entiende, pues se ve a sí mismo —un hombre que se esfuerza por ser bueno y obedecer los mandamientos divinos— golpeado por la adversidad, mientras que aquéllos que desprecian a Dios y obran el mal, crecen impunemente. El Salmo se abre con la expresión ya reconciliada del Salmista:
 

"En verdad bueno es Dios para Israel, el Señor para los de puro corazón..."


Sigue luego relatando la causa de sus anteriores perplejidades (el progreso y seguridad de los malos), sus luchas y tentaciones de envidia y sus impulsos para imitarlos:
 

...Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis pasos resbalaran,

celoso como estaba de los arrogantes, al ver la paz de los impíos.

No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo está su cuerpo; no comparten

la pena de los hombres, con los humanos no son atribulados.

Por eso el orgullo es su collar, la violencia el vestido que los cubre;

 la malicia les cunde de la grasa, de artimañas su corazón desborda.

Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia;

ponen en el cielo su boca, y su lengua se pasea por la tierra.

Por eso mi pueblo va hacia ellos: aguas de abundancia les llegan.

 Dicen: « ¿Cómo va a saber Dios? ¿Hay conocimiento en el Altísimo?»

 Miradlos: ésos son los impíos, y, siempre tranquilos, aumentan su riqueza.

¡Así que en vano guardé el corazón puro, mis manos lavando en la inocencia,

cuando era golpeado todo el día, y cada mañana sufría mi castigo!

Pero antes de consentir en sus tentaciones, entra dentro de su corazón y reflexiona; vuelve a leer sus propias tribulaciones y el éxito de los malos que lo hiere en carne propia:

Me puse, pues, a pensar para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos! Hasta el día
 en que entré en los divinos santuarios, donde su destino comprendí.


¿Qué comprende? El destino del malo, el fin del bueno y la misericordia de Dios: en todos los hechos de nuestra vida se entretejen dimensiones físicas, psicológicas, espirituales, naturales y sobrenaturales, individuales y sociales. De ahí que todo mal —sin dejar de ser mal y, por tanto, sin dejar de obligarnos a evitarlo o a repararlo—, una vez ocurrido puede ser transformado por un bien superior. San Pablo diría que puede ser “vencido” por un bien superior (Rom 12,21: No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con el bien). Así, los males físicos, los traumas psicológicos y aún los fracasos espirituales (incluso el pecado), pueden ser ocasión de otros bienes (no intentados por quien hizo el mal, sino por intervención divina).
  

El Antiguo Testamento nos recuerda la historia de José vendido por sus hermanos (Gn 39-45) y el Nuevo Testamento la parábola del hijo pródigo (Lc 15). En ambos casos se ve el bien que Dios saca del mal hecho por los hombres: en un caso, la salvación del pueblo elegido, en el otro, la conversión del mal hijo tras experimentar su propia necedad y la misericordia de su padre.

"Para que el Bien reine en este mundo... se puede luchar por eso...".

(fragmento de la película "El señor de Los Anillos")

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